por Montserrat Puig Sabanés

Se da por supuesto que cuando alguien le dice “no” a la persona que le ofrece algo lo está rechazando. Un “no” parece más unívoco que un “si”. Es más fácil suponer, buscar, interpretar matices cuando recibimos un “si” por respuesta que cuando recibimos un “no”. El “no”, por su carga de rechazo, puede ser inapelable, sin fisuras, puede ser la certeza de un rechazo que no llama a ningún argumento, a ningún matiz.

Por el psicoanálisis sabemos que: hay una diferencia entre lo que se dice y lo que se quiere decir. Hay una diferencia entre lo que se quiere decir y lo que se puede decir a quien nos dirigimos, hay una diferencia entre lo que se dice y lo que se escucha de lo que decimos. Estas diferencias son el espacio que abre la posibilidad de la interpretación. Esta posibilidad de la interpretación, que los analistas conocemos bien, se basa precisamente en que no hay palabra que no pueda ser utilizada de diversas formas, cuyo significado, su significado para el sujeto en particular, no pueda ponerse en cuestión. Cuando un sujeto habla no sabe todo lo que dice en lo que dice y, precisamente en un análisis, se tratará de eso, de que alguien, hablándole a otro que no sabe quién es, un analista, pueda elucidar, qué está diciendo y a quien se lo está diciendo. Cuando le ofrecemos, a quién nos demanda una consulta fruto de su sufrimiento, que hable sin importar el orden o la coherencia de lo que diga, que todo lo que diga será importante aunque no lo sepamos enseguida,  le estamos diciendo que al hablar, por el hecho de hablarle a alguien, está en juego él mismo, su deseo, sus ideales, su fantasma y sus síntomas. Está en juego, se pone en juego, lo que de él mismo desconoce. Que lo desconozca no implica que sepa más el que escucha. En ese malentendido es en el que, sabiéndolo, sabiendo que ese malentendido opera, el analista podrá orientar al paciente en la búsqueda a partir del enigma que cada uno es para él mismo.

Cuando un paciente le dice a su médico “si” o “no” a la propuesta terapéutica que le hace también esta estructura de la palabra está en juego. El sí lo acogemos sin reparos porque posibilita la acción del médico. El “no” pone sobre la mesa el malentendido de la comunicación.

Es necesario primero diferenciar en el “no” que recibimos a nuestra oferta el efecto de rechazo que produce en el médico. Ahí tenemos la primera dificultad del médico: la de no identificarse con el rechazado, con lo rechazado. La de separase del “no” para acogerlo.

¿Por qué es más conveniente acoger el “no” del paciente a la oferta terapéutica que se le hace por su bien,  que rechazarlo, que oponerse a él? El Dr. Lacan siguiendo a Freud, recoge una gran enseñanza de la clínica. “En la negación está el índice del sujeto”. Ahí donde se dice “no” tenemos a un sujeto. Eso es de suma importancia ética y clínica en el tema que nos ocupa hoy. Primero porque suponer un sujeto no quiere decir suponer a alguien que sabe, que domina, lo que quiere y dice. Sino precisamente a alguien con capacidad para responder, capaz de dar las razones de las decisiones, de las elecciones que ha hecho sin saberlas del todo. Segundo porque el “no”, como respuesta, es un respuesta de separación, es decir no de alienación, no de consentimiento o de conformidad con el otro, lo que precisa del sostén de una posición, de la asunción de unas consecuencias que no podrán ser repartidas ni atribuidas a la decisión, a la acción del otro. Hay la dignidad de la soledad en el “no”.

Acoger el “no” es pues acoger al sujeto en su dignidad.

Acoger el “no” es distinto a estar de acuerdo con él. Acoger el “no” tampoco es dejar al paciente solo con su “no” lo que sí es éticamente cuestionable lo es también por lo de agresión que supone. Ya que implica un “tu lo has querido, atente a las consecuencias”.

Acoger el “no” implica poder dar la oportunidad al paciente de introducirlo en una interlocución, en una dialéctica. Si como hemos dicho, un “no” no es más unívoco que un “si”, podemos ofrecer desplegar sus significaciones en una conversación. Los modos de “conversación” más convenientes en cada caso, dependerán de algo tan sutil, delicado y poco protocolizado como la relación clínica. Relación clínica que sabemos depende más de la posición con la que se presenta el profesional sanitario que del paciente.

La conclusión de esta “conversación” no la conocemos de entrada. Necesariamente es así para que el paciente pueda avanzar algo de sus razones, es decir cuestionarlas  lo que es lo mismo que construirlas. Lo que es lo contrario que derruirlas con nuestros argumentos. La “información” que consideramos imprescindible para la toma de decisiones no debe pretender agotar el nivel del saber que está en juego en una decisión.

El saber que el médico ofrece al paciente,  acerca tanto de su enfermedad como del procedimiento terapéutico a seguir, no es cualquier saber. Y los médicos tienen un saber hacer respecto a lo que el paciente quiere saber y lo que no quiere saber. El manejo es en muchas ocasiones exquisito. Pero cuando nos encontramos con una negativa a seguir las indicaciones de salud, entonces la cuestión se complica. ¿Debemos decir más, explicar más, dar más información? ¿De qué tipo? ¿Es mejor situarse cómo en relación a lo que sabemos cómo médicos?¿El saber del que dispone el médico respecto a la enfermedad de ese paciente en particular, debe ser dicho todo?

Hemos dicho que no es cualquier saber para cada uno de los pacientes. ¿Por qué? Lo fundamental no es que la mayor parte de las veces el paciente carece del saber  del que el médico dispone. Lo fundamental es que toca tanto lo que el paciente ya sabe como lo que desconoce y lo que no se puede saber.

He tenido la oportunidad de atender durante 10 años a sujetos que de forma sostenida o de forma puntual creen, sienten o deciden que su vida no vale la pena ser vivida. Era un dispositivo piloto ambulatorio de atención a la crisis y prevención del suicidio en el CSMA de la Dreta de l’eixample. No hay “no” más radical que el que niega la propia existencia. Una de las cosas que aprendí, y que puedo transmitirles hoy por tener relación con nuestro debate, es que los sujetos pueden soportar vidas sin sentido, el sin sentido de toda vida al fin y al cabo, vidas de sufrimiento psíquico o físico, si mantienen una relación con el saber. Y ello quiere decir un vínculo con el otro con el que soportar la incerteza del futuro y poder sostener la dimensión del deseo. Sostenerse con el otro, en el otro, no hacemos otra cosa en la vida aun en los sujetos que nos pueden parecer más solitarios. Siempre se trata de hacerlo con los otros o con algún otro.

El médico tiene pues la oportunidad de ofrecerse como ese otro con el que construir las razones y las respuestas del paciente. Las suyas propias. Y para ello hace falta tiempo. Un tiempo que no es cronológico sino lógico y que Lacan construyó en tres tiempos: instante de mirar, tiempo para comprender y momento de concluir. La duración de estos tres momentos es distinta y el tiempo de comprender en ocasiones dura. (La dificultad es que no siempre disponemos de él lo que no quiere decir que ignoremos su función y que lo tengamos en cuenta incluso si hemos realizado una intervención de urgencias).

El saber que se pone en juego en la “decisión” de aceptar o rechazar una intervención médica es el que atañe a lo más complejo: la relación con la vida y con el propio cuerpo. No hay nada más opaco para cada uno de nosotros. Ahí se juega el sentido de nuestras vidas, cuándo y cómo vale la pena vivirla, la atribución al saber médico, qué somos para los otros importantes en nuestra vida y qué son ellos para nosotros, cómo y de qué nos satisfacemos, las fantasías sobre el cuerpo que tenemos y el uso que hacemos de él….

Y todo ello, con un poco de suerte, ha funcionado sin que nos lo hayamos tenido que plantear nunca. Todo ello está en juego, a pesar del paciente, operando en él. Vemos hasta qué punto hay que respetar el trabajo de elaboración que se pone en marcha.

Hay un caso particular en el que querría llamar la atención. Se trata de la alta frecuencia con la que los pacientes atendidos en dispositivos de salud mental, en especial los pacientes mas graves, rechazan de entrada la medicación o el ingreso psiquiátrico que se les indica. Aunque pueda parecer paradójico dejaré de lado el argumento de que “su enfermedad” o mejor “la falta de conciencia de enfermedad” los lleva a no seguir las indicaciones médicas. Ni que decir que atribuir a ello la negativa del paciente es de una simplicidad que desconoce las dificultades que estamos tratando esta mañana. Como si “aceptar” su enfermedad los volvería dócilmente razonables al bien que se les propone con el tratamiento.

Quiero poner el foco en el profesional sanitario que lo atiende. La concepción de lo que es una enfermedad mental que se deriva de la concepción de ser humano, de ser hablante que tenga, determinará la respuesta.

El año 1967 Lacan se dirigía, en el Hospital de Saint-Anne, a los jóvenes psiquiatras en formación advirtiéndoles de las barreras que eran llamados a poner en su práctica para no estar concernidos en el encuentro con el loco y evitar el encuentro con la propia angustia. Se hacía eco de un cambio que empezaba entonces: “Ahora, como saben, la psiquiatría –lo oí en la televisión-, la psiquiatría entra en la medicina general, sobre la base de que la medicina general misma entra íntegramente en la dinámica farmacéutica. Evidentemente se producen ahí cosas nuevas: se obnubila, se atempera, se interfiere o se modifica…pero no se sabe para nada lo que se modifica, ni por otra parte adónde irán esas modificaciones, ni incluso el sentido que tienen, puesto que se trata de sentido”(1). Los años 60 eran la época del auge de la llamada “revolución farmacológica” y Lacan ya hablaba de la deriva implacable de la dispensación de fármacos. Los fármacos son en la actualidad la guía para el diagnóstico, el pronóstico y el tratamiento de los enfermos mentales. De forma que las entidades nosológicas se reestructuran en función de los fármacos propuestos para su tratamiento.

Lacan no apunta en esta reflexión a la eficacia de los fármacos, en el sentido de su poder sobre la angustia, la agitación, o las alucinaciones o el decaimiento depresivo sino a su función de “barrera” en la relación con el enfermo mismo. Es decir, a los usos que se hace de los fármacos en la práctica clínica, siendo el de “barrera” a la angustia del practicante el que él destaca. De modo que cómo se medica es incluso más importante que el síntoma que se quiere modificar con el tratamiento farmacológico.

Entonces, saber algo acerca de la angustia propia, de lo que nos es difícil soportar, y de las maniobras que pueden llevar a taparla con una actuación. Saber algo de lo que nosotros mismos no queremos saber puede ayudarnos a situarnos mejor frente al No del paciente. Estoy haciendo una llamada, ya se habrán dado cuenta, a la recuperación de la clínica que por supuesto no resuelve todos los dilemas, ni todas las situaciones pero es la oportunidad de tratarlas sin tomar atajos a su complejidad.