por Silvia Grases

Se ha abierto desde hace unos años un campo que aborda la transición de género en la infancia y la adolescencia, y que lo hace a partir de dar lo que se tiene, objetos diversos, ya sea en forma de hormonas o de técnicas quirúrgicas. 

Ha prosperado hoy el ideal de una infancia sin sufrimiento. Pero lo cierto es que, desde que llega al mundo, el ser humano se encuentra en una situación que lo diferencia radicalmente de cualquier ser vivo. No dispone de un saber natural de lo que hay que hacer, no hay un manual de instrucciones inscrito en las profundidades del organismo. En el caso de los seres humanos, cada cual se las tendrá que apañar con lo que le toca en suerte para armarse un ser que, desde su nacimiento, estará siempre estructuralmente en falta. 

Esto implica que hay una construcción a hacer por cada sujeto. Y que nadie puede ni debe hacerla por él. Cada sujeto infantil tiene su encuentro con el dolor de existir, sin instrucciones ni protocolos de cómo hacer con él, pero con la tarea de hacerle frente y de construirse una vida. ¿Qué niño no se encuentra un día con la realidad de la muerte? ¿O experimenta un rechazo en el amor? ¿O la emergencia de la sexualidad? Cada uno de estos encuentros, propios de la vida humana ya desde su inicio, es proclive a sumir al sujeto en la incertidumbre y el malestar, porque no se sabe cómo responder. Las respuestas no vienen dadas, no se dispone de ellas. Entonces, solo queda construirlas. 

Se pone en marcha un recorrido, en el que los niños hacen sus tentativas ante las preguntas de la existencia y del deseo. ¿Quién soy? ¿Qué soy para el Otro? ¿Cómo llegar a ser? Estas cuestiones son las que se cocinan en el caldero del malestar, y es para resolverlas que los niños ensayan sus respuestas. Sin embargo, a veces el sufrimiento empuja a los adultos a hacer, a resolver, a tomar un ensayo del niño como una respuesta definitiva. A tomar la iniciativa para procurar el alivio del dolor. 

Pero respetar y acompañar los tiempos de los niños, implica soportar, con ellos, la inquietud, la incertidumbre y la angustia. 

El psicoanalista Jacques Lacan decía que “amar es dar lo que no se tiene”. No se tiene ni el objeto que solucionaría ni la respuesta a la incertidumbre, no se sabe qué dar o qué hacer para calmar la angustia de aquel a quien amamos. Y eso, precisamente cuando mayor es la urgencia de calmar su angustia (y la propia). Sin embargo, justo en ese límite, manteniéndose en él y a condición de no llenarlo y de soportar la angustia de lo incierto, es cuando se puede dar lo que no se tiene. Acompañar, estar a disposición, apoyar sin obturar el camino, sin resolver anticipándose al otro. Dar lo que no se tiene, sin saber ni cómo hacerlo, es la única posibilidad de que se produzca una abertura inédita que permita al sujeto ir más allá de su dolor de existir, para construirse una vida, del modo y manera que el encuentro con su deseo, que ayudará a transitar la angustia y la incerteza, le dicte.

*Silvia Grases es psicoanalista en Barcelona, miembro de la ELP y la AMP. Co-coordinadora de la Red Psicoanálisis y Medicina.