por Mª Ángeles Jiménez*

Todo es extraño estos días. A los humanos no nos gusta lo extraño, nos gusta saber por dónde nos movemos, dónde nos anclamos. Pero estos días andamos desnortados. Y nunca mejor dicho, hemos perdido el Norte: Occidente se ha perdido desde Oriente. Quizá nos hayamos acercado más al Sur de lo que estamos dispuestos a aceptar. La todopoderosa producción China se paraliza; la rica Italia del norte se colapsa; España asiste estupefacta a la más absoluta estupefacción social que pudiera imaginarse hace apenas un mes; una Europa incapaz de sobreponerse a la conmoción de tamaña contingencia no da un paso hacia ninguna parte; incluso el gobierno británico se atreve inicialmente a proponerle al virus que respete el brexit; y hasta EE. UU. se pensó por encima de las circunstancias mundanas, siempre alejados del campo de batalla.

La Historia muestra numerosos ejemplos de la imposibilidad de asimilar un golpe de realidad cuando sus dimensiones desbordan lo que parece la realidad absoluta de lo cotidiano: guerras, catástrofes naturales y ahora, otra vez, una pandemia que amenaza la salud y la vida de todos. Ahora, cuando todos nos sentíamos a punto de descubrir el elixir de la eterna juventud, de la vida eterna. Cuando pensábamos que la sanidad —«la mejor sanidad del mundo»— nos curaría de todo como mamá cuando éramos niños. Cuando muchos se atrevían a cuestionar la utilidad de las vacunas, ahora rogamos por encontrar una pronto para que el próximo otoño no se repita esta pesadilla. Cuando las epidemias nos parecían acontecimientos históricos derivados del subdesarrollo de otros tiempos. Justo ahora, una dosis doble de reconducción vital.

Y son tan extraños estos días que cuesta fijar la atención en un punto para desgranar un argumento, los puntos se fugan de uno a otro, todos igual de inestables.

Es tan extraño eso de no poder salir a la calle, ir de compras, de copas… Es tan extraño no poder abrazar a la gente: me encuentro a personas —en el trabajo— que hace tiempo no veía y tengo que contener el impulso de acercarme. Gente distante en una sociedad que se toca, se abraza, se besa como manera rutinaria de relacionarse. Y aquí, en Canarias, todavía más: «mi niño, a nosotros nos gusta la calle», pero nos quedamos en casa, disciplinados. Aislamiento domiciliario, ¡qué extraño! Difícil con este «solajero».

Trabajo en un hospital de más de setecientas camas que ahora está semivacío. Es curioso, una catástrofe sanitaria que vacía los hospitales de gente, suena paradójico, pero es lo que produce el aislamiento: solo los pacientes, sin acompañantes, sin visitas, con el personal sanitario justo, también aislado del resto. Sin cafeterías ni quioscos de revistas. Sin consultas externas donde encontrarse. Sin conversaciones de pasillo, ahora desiertos. Casi sin sirenas porque la emergencia ya está prevista, estamos en ella, no hay que avisar a nadie, no hay que pedir paso entre el tráfico que no hay. Es extraño el silencio en el ojo del huracán. Tan extraño que da miedo: es un silencio siniestro.

Ahora me dedico a organizar el hospital, a que todos los pacientes tengan un lugar donde ser atendidos, y solo pienso en eso, no puedo pensar en nada más, pero me cuesta no pensar en la vida y, sobre todo, en la muerte en aislamiento. No lo voy a pensar, ahora no. Cuando pase todo esto quizá sea capaz de ponerle palabras a otros argumentos. Cuando ya no estemos aislados y podamos abrazarnos.

*Mª Ángeles Jiménez es médica de familia. Coordinadora Médica del Servicio de Admisión del Complejo Hospitalario Universitario de Canarias (Tenerife)