por Carolina Tarrida*

Ante la noticia de la muerte de Noa Pothoven uno queda conmovido. La combinación entre muerte voluntaria y adolescencia no deja indiferente, y por desgracia, cada vez hay más casos que se conocen a través de los medios y las redes sociales.

En la red de salud pública ya hace un tiempo que funciona un protocolo llamado “Código riesgo suicidio” (CRS), que se basa en la premisa de que hay enfermedad mental ligada a un intento de suicidio. Desde el ámbito hospitalario donde llega en primera instancia el paciente, se determina si hay psicopatología, se valora si la persona hace crítica del acto o gesto autolítico, si persiste la ideación autolítica y en qué grado, y, si no se valora oportuno un ingreso, se deriva para un seguimiento protocolizado a salud mental primaria. En mi opinión, este protocolo cae del lado del control, dejando fuera la subjetividad y el relato que envuelve al hecho, en definitiva, dejando fuera el sufrimiento. Es un protocolo que parte de un acto que se considera patológico y recurre como respuesta a la protocolización. Una muestra más, del viraje que se da a partir del siglo XX, cuando el sufrimiento se empieza a considerar enfermedad, dando como efecto una atención a ese sufrimiento totalmente distinta, en muchos casos, más medicalizada y protocolizada.

Efectivamente, vemos como cada vez más, se tiende a recurrir a la enfermedad como explicación de manifestaciones de sufrimiento y, tras ella, se suele situar un hecho traumático que, en lugar de abrir a pregunta, cierra ya definitivamente la significación. Lo escuchamos en muchas de las derivaciones que nos llegan a los centros de salud mental infantojuveniles. Recibimos derivaciones por acoso escolar, abusos de todo tipo, por separación de los padres, por pérdidas de familiares. Estos serían los hechos supuestamente traumáticos, a los que se supondría una respuesta patológica asociada. En algunos casos sí encontramos manifestaciones de sufrimiento susceptibles de ser acompañadas, otras incluso diagnosticadas y tratadas, pero en otras ocasiones se trata de “derivaciones preventivas”.

La única cuestión de partida para tener en cuenta sería que sólo preguntando a los chicos sabremos si ese hecho tiene carácter traumático para ellos o no, y si quieren hablar de ello. Es decir, hace falta dar lugar a que se pueda desplegar la vivencia subjetiva del hecho, siempre singular y única.

En los artículos que comentan el caso de Noa, se plantea que el hecho de haber sufrido diversos abusos en su infancia y adolescencia provocó la depresión, el estrés postraumático y la anorexia. Pero en los escritos referidos de la joven, lo que encontramos es que ella habla de su sufrimiento. Un intento de dirigirse a otro se puede leer en la serie de sus escritos, ya sean cartas, su libro, o sus mensajes en las redes. Incluso en su despedida final, reclama un centro que atienda adolescentes y sus sufrimientos. Este es el punto que quería comentar de esta noticia, partiendo de toda la prudencia del mundo por lo delicado del caso, y porque no se puede saber sobre la complejidad de este.

Desde el psicoanálisis se apuesta por un tratamiento de lo real del goce, del dolor, del sufrimiento que permita una cierta cesión de éste aliviando al sujeto, pero en este caso, parece que, por la razón que fuera (no sé sobre sus tratamientos)  ese malestar del cuerpo no cedió, haciéndose “insoportable” para Noa.

El punto ético al que apunto es que podríamos pensar que, antes del acto que la separa radicalmente del otro, su propia muerte, hubo un intento de decir algo sobre su sufrimiento, de pasar por la palabra escrita y hablada algo de ese malestar que le hacía imposible la vida. No siempre se puede aliviar. Creo que gran parte de nuestro malestar consiste en tener que ser testigos de esta decisión tan radical que sitúa en el punto de mira que no siempre se puede soportar vivir.

*Carolina Tarrida es psicoanalista miembro de la ELP y la AMP. Psicóloga en el CSMIJ de  Fundació Nou Barris en Barcelona. Coordinadora del Taller de la Paraula en Medicina.