por Lierni Irizar*

Si aceptamos que la palabra y el sufrimiento no cuentan o son banalizados, el pensamiento es improbable.

Mi hipótesis de partida es que nuestra época banaliza aspectos fundamentales de lo humano (lenguaje, sufrimiento, enfermedad y muerte) y que es para nosotros crucial pensar sobre ello. He tomado como eje para pensarlas, algunas características del concepto de banalidad del mal de H. Arendt: superficialidad, incapacidad para pensar, burocratización, rutinas y protocolos que eliminan el acto individual, protección contra las palabras y los otros, renuncia a la responsabilidad personal, y las he extendido a otros campos.

La banalización de estos aspectos invisibiliza la fragilidad y el sufrimiento. Hoy no somos capaces de percibir el sufrimiento y eso nos paraliza. (Se interpreta como manipulación, mala intención, falta de voluntad, déficit, etc. ya que el sufrimiento suele presentarse de diversos modos). Partiendo de esta constatación me centraré en esta ocasión en algunos aspectos del pensamiento, el lenguaje y el sufrimiento.

El pensamiento.

Pensar no es conocer ya que es posible conocer muchas cosas y no pensar sobre ellas. Pensar se relacionan con el significado, el sentido, requiere detenerse y requiere también la experiencia viva. No es sentido común ni conciencia. Es un proceso que no tiene fin. Pensar es repensar las cosas.

Podemos considerar diversas vertientes del pensar.

El pensamiento llamado consciente, racional, abarca lo que en psicoanálisis lamamos las dimensiones imaginaria y simbólica. La vertiente imaginaria sería la de las creencias en las que vivimos sin cuestionarlas y en las que subyace que una idea de completad que vela el límite y la falta propia de lo humano. Arendt planteaba que a este nivel en el que asumimos las creencias, prejuicios y valores imperantes, nos podemos adherir a cualquier proyecto de salvación.

Si revisamos las creencias en las que vivimos, estaríamos más cerca de la dimensión simbólica que pone a prueba las creencias y las convierte en ideas. Esto no se puede hacer sin tener en cuenta a los otros y al Otro de la época.

Pero el pensamiento no es solo actividad racional consciente, hay factores que intervienen en ese proceso que son inconscientes y van ligados a un modo de gozar al que el sujeto está fijado. Todo esto complejiza mucho la cuestión del pensar. Tal y como Freud constató, el pensamiento entendido como mera razón fracasa frente al goce. (De guerra y muerte[1]: …Los argumentos lógicos son impotentes frente a los intereses afectivos)

El pensar cuando es tal, incluye la dimensión del límite, hace un lugar a lo imposible (Real). Porque hay algo que escapa, que hace obstáculo, que no se deja atrapar y que es al mismo tiempo lo que pone en marcha el pensamiento.

Considero que pensar hoy, en nuestra época , ha de incluir el intento de decir algo sobre lo que escapa a las dinámicas neoliberales actuales: evaluación, gestión, reduccionismo. Por eso en mi libro busco aquello que se sustrae, las historias, los testimonios, la singularidad por la que se interesa el psicoanálisis.

También es fundamental introducir una visión de complejidad frente a discursos que reducen el pensamiento a un mero funcionamiento cerebral.

Podemos afirmar, siguiendo a Benjamin, que hay en nuestra época una pobreza de la experiencia. Una falla en la subjetivación de lo vivido que lo reduce a algo padecido y ante lo cual no hay nada que decir, solo eliminar, medicar, acallar. Sería lo que F. Schejtman llama la falta de lectura. No hay elaboración de la experiencia.

El pensar es improbable si no hay división, sin la experiencia que revela que no somos amos de nosotros mismos. Pero esto tampoco es suficiente ya que esta división ha de abrir una pregunta sobre esa misma experiencia. Ha de poder “leerse” como tal.

Por tanto, para que el pensamiento pueda ponerse en marcha es fundamental por un lado, la palabra y por otro, el consentimiento a la falta, a la división, es decir, al sufrimiento que supone dicha experiencia para el humano.

Cuando como ocurre en nuestra época, se huye de la falla y la división, el discurso se desliza inevitablemente hacia la normalización y el control.

Banalización del lenguaje.

El lenguaje es considerado hoy un mero instrumento de comunicación y por tanto, se banaliza el peso del silencio sufriente cuando no se puede compartir ni decir, se olvida el alivio que supone hablar a otro, se desvaloriza la emoción de contar historias y se ignora la importancia de las palabras que marcaron nuestra vida y nuestro cuerpo.

Se descuida también el saber transmitido por quienes dedicaron su tiempo y su vida a contar sus hallazgos, sus pensamientos y preocupaciones.

Se constata también un rechazo al lenguaje humano, demasiado cargado de afecto e insoportablemente equívoco y traumático.

Pero sin el lenguaje, sin la palabra, no hay vida humana posible. No se trata solo de comunicar, se trata de vivir humanamente, de habitar la vida. Y eso es posible porque hablamos, por nuestro lenguaje conceptual.

Hoy sin embargo el lenguaje aparece a menudo vacío y separado de la vivencia subjetiva. Es una modalidad de lo que H. Arendt llama la “protección contra las palabras”. Rasgo que reconocemos en la actual adhesión a significantes del discurso imperante, tales como la “ansiedad”, “depresión”, sin otorgarles sentido alguno, sin incluir ahí lo que esos significantes evocan a cada sujeto, los significados, afectos y goces a los que pudieran estar conectados.

Las consecuencias son mortíferas para el humano. Podríamos decir, siguiendo a Nietzsche, “el desierto crece”. El exceso de ruido, vela un silencio mortífero.

Ésta banalización del lenguaje se produce en una época (capitalismo – tecnociencia) que rechaza la diferencia, aquello que hace de cada persona alguien incomparable, no medible, irrepetible y singular. El neoliberalismo actual se muestra como el intento más importante de deshistorización y desimbolización del sujeto.

El sujeto actual es sin historia y por eso, hay cada vez menos lugares donde poder relatar la propia desgracia, donde poder alojar la precariedad y el sufrimiento de algunas vidas contemporáneas.

La alerta que Platón realizó en el Fedón sigue vigente:

“No vayamos a hacernos “misólogos”-dijo él- como los que se hacen misántropos.”

Esta cuestión es además fundamental para el ámbito médico y educativo ya que sin la palabra no hay acción terapéutica o educativa eficaz ni humana.

Banalización del sufrimiento.

Tal y como ya he anticipado, el sufrimiento es hoy banalizado y reducido a diversos factores.

Por un lado se hace desaparecer al sujeto y su complejidad bajo siglas que lo diagnostican, reduciéndolo a una mera categoría: ser un TOC, un TDAH o un Bipolar.

Por otro, se produce un reduccionismo biológico que va de la mano de otro tipo de reducción: la de la cifra. Reducción que responde a la expansión de la ideología de la evaluación a todos los ámbitos de la vida.

Además, éste reduccionismo se acompaña del discurso de la educación. Se pretende reeducar a todos aquellos fuera de la norma, adaptarlos como sea a un entorno muy poco dispuesto a acoger las diferencias. El discurso actual no busca modificar las circunstancias para que sean más favorables a los sujetos sino que se dirige a experimentar, investigar y modificar los cerebros a fin de que marchen como el amo manda. Silenciosos, dopados, vigilados, diagnosticados, etiquetados. Es una de las modalidades contemporáneas de la pulsión de muerte, el ansia de orden de la que habla Kundera[2]: “… el ansia de orden es el virtuoso pretexto con el cual el odio a la gente justifica su actuación devastadora.

El humano es hoy cosificado, un objeto con un precio, fruto de lo que Laurent[3] llama la “ideología económica de la existencia”. Todos objetos, consumidores consumidos.

Si retomamos las características de la banalización del mal que podemos aplicar a la banalización del sufrimiento encontramos:

Por un lado, lo que Arendt llamaba la superficialidad. Cada vez es más patente la superficialidad en los análisis sobre las dificultades humanas. No hay una reflexión sobre lo que es un ser humano, sobre su fragilidad y dificultad para vivir.

En segundo lugar, la falta de mala intención. Obviamente, los profesionales no quieren hacer daño a las personas a su cargo. El daño se produce como efecto de las prácticas.

Un tercer y cuarto aspecto es el establecimiento de rutinas y protocolos que en este caso llevan a la eliminación del acto que apela siempre a la responsabilidad del profesional en la toma de decisiones.

Los efectos de esta banalización del sufrimiento los padecen los más frágiles y desamparados, aquellos que no pueden marchar al ritmo que nuestra época ordena.

Considero fundamental dar un lugar al sufrimiento en la actualidad y en este sentido es importante el enfoque del psicoanálisis ya que es un discurso que, alejándose de una visión normativa y de poder, le hace un lugar, parte del sufrimiento singular o síntoma para trabajar.

Hacer un lugar al sufrimiento no implica ninguna modalidad de resignación sino la posibilidad de hacer de la condición frágil del humano, motivo de búsqueda y deseo. Puesto que siempre seremos seres en falta, puesto que nada total y absoluto nos será concedido, se trataría de construir una vida digna de ser vivida a partir de lo que nos falta, del deseo. Creo que el deseo puede ser además un freno a la demanda actual de sumisión.

Para concluir

Espacios de conversación como el que hoy nos reúne son una oportunidad para combatir la improbabilidad del pensamiento.

Para ello tendremos que hacer un lugar a lo que en mi libro llamo el mal, en el sentido de todo aquello que no va, la pulsión de muerte, el goce, la incompletud, la fragilidad, o todos los nombres que podemos otorgar a esa zona oscura que nos constituye.

El desarrollo de la sociedad de vigilancia y control supuso la idea de que una adecuada organización de la vida llevaría a la felicidad, al buen funcionamiento individual y colectivo, y se consideró que si algo funcionaba mal, entonces era un error de la sociedad, un fallo en el sistema. Por tanto, dado que si se hacen las cosas bien, todo funcionará bien, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte se convierten en un obstáculo importante porque muestran de modo pertinaz que no todo depende de la voluntad y organización humana.

El desarrollo científico y médico pareció confirmar que el mal ya no era algo que acompañaba al ser humano. Si existía era en espacios marginales considerados desviaciones como las guerras, los crímenes, la disconformidad, etc. Fenómenos que serían eliminados por la sociedad, al igual que la enfermedad y el sufrimiento serían controlados por la medicina.

Es decir, se elimina el mal y queda el error y la vergüenza, la culpabilización y el sometimiento.

A pesar del interés del concepto de banalidad del mal planteado por H. Arendt, hay un mal nada banal en lo humano.

Eliminarlo o negarlo trasladando a la disciplina, la educación y la gestión la capacidad de controlar y organizar todo y de hacer que todo funcione bien, provoca que no se reconozca el mal donde realmente habita. Su hábitat no son esos restos, supuestas desviaciones aún no controladas ni sometidas al imperio de la razón. Somos nosotros.

Con eso tenemos que contar, con lo que no va y contando con ello podremos “leer” nuestra experiencia, pensarla, para extraer de ella un saber precioso que sólo puede ser captado a través de una escucha atenta y respetuosa, orientada, abierta a la sorpresa y a la singularidad.

[1] Citado en mi libro Banalizaciones contemporáneas: lenguaje, sufrimiento, enfermedad y muerte.

[2] Citado en mi libro Banalizaciones contemporáneas: lenguaje, sufrimiento, enfermedad y muerte.

[3] Laurent, E. (2014) Estamos todos locos, Madrid, Gredos.

*Lierni Irizar es Trabajadora social, Doctora en Filosofía, Máster en Salud mental. Psicoanalista miembro de la ELP y de la AMP. Coordinadora de la Red Psicoanálisis y Medicina (ICF). El presente trabajo es la ponencia que presentó en el encuentro «Tenemos que hablar» (4a, ed) que tuvo lugar en Barcelona el 29 de septiembre de 2018.