por Araceli Teixidó*

Asistimos con casi incredulidad y gran alivio al hecho de que la pandemia parece ceder. Desde que empezó hace ahora dos años, sucesivas olas nos obligaron a improvisar las respuestas. Pudimos respirar un poco cuando empezó la vacunación, aguantamos un nuevo embate poco después, ya menos grave, y ahora el ritmo de contagios y la virulencia disminuyen y nos vamos relajando.

Hemos pasado un proceso largo y, a menudo, angustiante. Los profesionales de la salud vivieron en un doble registro el fuerte oleaje que ahora parece retirarse: desde la perspectiva de quien tiene la responsabilidad de atender y curar a los otros, pero también desde la perspectiva del ciudadano indefenso.

Haciendo un repaso general, podemos decir que en un primer momento reinaba la incredulidad: eso del coronavirus era cosa de chinos. Y, un poco después, de italianos que habían tenido la mala suerte de haber ido a China. Todavía no habíamos acabado de pensarlo y el virus llamaba a nuestra puerta y los profesionales de primera línea tuvieron que arremangarse para atender al alud de personas que enfermaban.

El embate de la ola

Primero, pensamos que serían quince días: los del primer confinamiento decretado el 14 de marzo de 2020. Quince días que empezaron a inquietar a los profesionales sanitarios, a quitarles el sueño porque no solo no sabían a qué se enfrentaban con este virus, no sólo lo desconocían todo sobre su manera de actuar sobre el cuerpo humano, tampoco se disponía de recurso terapéutico alguno. Se tenía la certeza de no contar con suficientes recursos paliativos – los respiradores que debían dar tiempo al cuerpo para reponerse – y, especialmente, todo debía ser hecho sin prácticamente ninguna protección: los EPIs hechos con bolsas de basura, mascarillas de tela, los vecinos del pueblo o del barrio cosiendo para todos…

En la atención a los pacientes, se sufrió por tener que dejar aislados y sin contacto familiar a personas muy enfermas, que sufrían mucho e incluso a las puertas de la muerte.

También había un sufrimiento latente añadido y es que la actividad asistencial normal se paró. Nadie podía atender a los enfermos de otras patologías, se suspendieron muchos tratamientos de quimioterapia, controles de coagulación, controles ginecológicos, obstétricos… Por otro lado, debían ser atendidos los familiares de las víctimas que se había cobrado la enfermedad. Acompañar por teléfono, escuchar, procurar dar salida a los problemas e inquietudes de los que aguardaban en las casas, angustiados por no poder estar al lado de los enfermos y por no poder cumplir los ritos funerarios si morían.

En la vertiente personal también se vieron afectados los familiares de algunos profesionales o los mismos profesionales. Y cuando no era así, se temía el contagio propio y la posibilidad de contagiar a las personas queridas. En muchos casos, al agotamiento se añadió la imposibilidad de compartir con ellas el peso de los días, porque muchos profesionales se acogieron a la posibilidad de confinarse ellos mismos para estar aislados y proteger a sus familias.

Ha sido un tiempo muy duro.

Dentro del tsunami

Podemos hablar de tsunami, de una ola gigante que conmovió ideales y certezas. Y a la experiencia traumática para muchos profesionales de tener que hacer frente a esta situación límite, sucedió la necesidad de volver a la actividad asistencial normal sin solución de continuidad. En el mes de junio de 2020, cuando el ritmo de contagios cedió, se retomó la actividad asistencial normal. Pero fue sin pausa, sin poder detenerse ni un momento a digerir lo que había pasado. Digerir: hablar, comprender, poder aceptar, elaborar de algún modo la experiencia vivida. Seguía la vida y los profesionales se tuvieron que adaptar. Mientras nuevas olas iban azotando los hospitales, los socio sanitarios y los centros de atención primaria. Habían mejorado los equipos para proteger a profesionales y enfermos, pero no se disponía, no disponemos, de recurso terapéutico.

Además, en muchas unidades y también en los distintos niveles asistenciales, hubo cambios estructurales que se han tenido que incorporar a la tarea sin reflexión y sin herramientas: el tele-trabajo, la asistencia telemática, la restricción de visitas de las familias a los pacientes hospitalizados y en los sociosanitarios…

Como he dicho, en esta lucha no se disponía de ningún recurso terapéutico ni de conocimiento. Por eso, para seguir adelante y hacer el trabajo, la mayoría de profesionales tuvieron que echar mano de sus recursos personales, de su modo de hacer y de la relación con los otros. No había nada más.

Los profesionales se han ido espabilando como han podido, con más o menos éxito. Para algunos, estudiar ha sido clave o se han comprometido en trabajos de investigación; para otros, el soporte de y a los compañeros del equipo ha sido el mejor recurso para poder soportar este tiempo; otros han encontrado dentro de sí el sentido de un compromiso con su tarea, el sentimiento de tener una misión o algún íntimo sentimiento que sólo intuyen pero que les empuja a hacer lo que hacen. El arte y la escritura han sido refugio para otros más.

Cuando ha habido jefes de servicio que han podido acompañar las dificultades – poniendo su presencia, escucha y todo aquello de lo que disponía, incluso sin tener todo lo que era necesario – también ha sido un poco más fácil o menos desabrido.

En fin, cada quien ha echado mano de lo que ha podido, también cada cual ha tenido que pagar una factura personal. Algunos no han salido indemnes.

Cuando no disponemos de conocimientos suficientes, cuando no disponemos de las herramientas necesarias, las personas ponemos nuestro cuerpo, nuestra disposición personal. Como siempre, pero más aún porque cuando no hay soluciones pero hay que estar ahí, entonces llega el momento de apañarse, de inventar, de hacer lo que sea posible y, incluso, intentar lo imposible.

Durante el embate de la ola, la perplejidad y la necesidad de actuar son tales que no se dispone de los elementos para pensar en lo que está pasando y el profesional avanza como puede. Y, si puede pensar un poco, pronto decide que no es momento de entretenerse y, quizá, entra en una especie de anestesia que le permite seguir.  

Cuando la ola se retira

Con las vacunas fue cuando, por primera vez después de un año que había sido largo, se percibió algo de seguridad. Las nuevas variantes del virus, más leves, renovaron esperanzas.

Ahora, a medida que se retira la última ola y la tormenta amaina, podemos empezar a ver el daño producido y si la estructura ha aguantado o no. A nivel colectivo y a nivel personal, es el momento de valorar los desperfectos, las pérdidas y lo que se ha conservado. También es el momento de valorar como está cada uno de los que han participado en la navegación.

Es entonces cuando pueden aparecer detalles que den sentido a lo que ha pasado, que se puede valorar la manera de enfrentarse a esta adversidad, el dolor sufrido. También es el momento en que puede aparecer un síntoma nuevo o se puede reconocer un síntoma que ya estaba ahí.

Es entonces que ha llegado el momento de hablar.

Si se ha producido un efecto traumático, el profesional notará que no encuentra las palabras para decir cómo se encuentra y más bien queda silencioso en ese punto. A veces, ir a hablar con un psicoanalista puede contribuir a encontrar en la historia personal, los elementos que permitan dar sentido a la experiencia traumática. A veces, es preciso esperar un tiempo hasta que una nueva circunstancia contribuya a hacer surgir las palabras. Las pesadillas y los sueños también son una señal de la dificultad de encontrar palabras para contar algunos aspectos de lo vivido, pero al mismo tiempo dan algunas pistas para elaborar la comprensión posible.   

¿Se puede aprender algo de todo esto? 

Se dice que hemos aprendido que somos vulnerables, hemos aprendido que la medicina no es la ciencia que todo lo puede, hemos aprendido que la ciencia también contiene incertidumbre y también que tenemos límites. Vivíamos en un marco de seguridad científica que nos hacía sentir muy tranquilos, pero la pandemia nos ha mostrado que esta seguridad es relativa.

Pero ¿de verdad lo hemos aprendido? O ¿solo estamos esperando a que todo vuelva a ser como era para olvidarlo? No es seguro que hayamos aprendido nada, como mucho quizá hemos aprendido a soportarlo, porque no quedaba más remedio.

¿Cómo se haría de ello un aprendizaje? La experiencia se incorpora, toma cuerpo, al hablar de ella. Es al hablar que uno puede ir haciendo frente a lo ya vivido, es al hablar que las cosas toman otra existencia, que podemos hacer algo que no sea dejarse arrastrar. Es al hablar que podemos pensar qué hemos hecho mal, pero también reconocer qué hemos hecho bien. Y es al ir identificando lo que nuestro cuerpo ha hecho, que aprendemos y que aquello queda inscrito de otro modo en nuestra vida.

Pero no se trata de cualquier manera de hablar, sino de encontrar las buenas palabras y los buenos interlocutores.

La palabra en psicoanálisis es la que incluye los puntos traumáticos sin taponar sus límites, acogiendo aquello que en la experiencia no puede ser remitido a ninguna palabra y respetando lo que el silencio aloja. Las identificaciones y los síntomas colectivos, pueden tranquilizar a quien los recibe, pero le dejan sometido a la palabra de quien prescribe. Ahora es más bien momento de encontrar, en las propias palabras, aquello que no se somete a ninguna palabra ajena, aquello que busca ser dicho para dar mejor forma a un malestar incomparable y permitir su buen drenaje. Que el conocer qué se ha hecho mal no alimente la culpa si no que se convierta en brújula y que también se pueda reconocer qué se ha hecho bien.

Las palabras nos acompañan, dan forma a la vida al envolver los puntos de sinsentido. Y cuando la vida golpea como lo ha hecho, hacen falta las palabras para entender lo que ha ocurrido, para darse cuenta de cómo se ha respondido, qué tiene que ver eso con el propio modo de ser y qué se va a hacer con ello ahora y en el futuro.

Ahora es el momento de empezar a hablar a un psicoanalista para aprender de lo que nadie más que uno mismo puede decir.

*Araceli Teixidó es psicoanalista miembro de la ELP y la AMP. Docente del ICF. Responsable de coordinación de la Red Psicoanálisis y Medicina.