Por Silvia Grases.
Personaje controvertido, que despierta pasiones de amor y odio tanto entre los miembros de su equipo televisivo como entre los espectadores de la serie, House es un médico singular. Rige su práctica siguiendo férreamente dos curiosos principios: no visitar a los pacientes -¡y mucho menos hablar con ellos!- y tratar la enfermedad por encima de lo que el paciente decida.
El Dr. House deduce el primer principio de su saber sobre la existencia del sujeto del inconsciente: él sabe de la división entre el yo y el sujeto, es decir, sabe que el paciente habla de su verdad subjetiva. “¡Todos los pacientes mienten!” afirma, entre irritado y categórico, House. Él sólo está interesado en los hechos objetivos y los datos. Desprecia la palabra de los pacientes porque la considera mentirosa. Para House, la manera de afrontar el malentendido del lenguaje es prescindir de él con los pacientes.
Su segundo principio, tratar la enfermedad a toda costa, está guiado por el furor curandis. House es un médico no atravesado por un deseo de curar ético. Un deseo así tiene en cuenta la falta, los límites: sabe de la imposibilidad. Pero no es esto lo que mueve a House. A él le atraen los casos más difíciles, los que muestran de entrada el límite de la vida y de la ciencia; y le interesan para volcar en ellos su furor curandis, un deseo de curar extremo que reniega de la falta y que por ello resulta sumamente peligroso. En este sentido, House nos ofrece un ejemplo extremo, una caricatura de lo que puede ser el furor curandis en el siglo XXI, cuando la ciencia cede en su ética. Y nos hace reclamar la restitución de dicha ética al acto médico, y apoyar las reivindicaciones de aquellos profesionales que fundamentan su práctica en un deseo de curar ético, aquellos para los cuales la medicina es, ante todo, la práctica de una vocación.
La serie del Dr. House da bien en pantalla: resulta atractivo ir siempre un poco más allá, vencer a la muerte. Pero por el camino quedan pruebas dolorosas para las que se obtiene el consentimiento de forma dudosa, intervenciones quirúrgicas innecesarias, fallos orgánicos irreversibles consecuencia de una indicación farmacológica no fundamentada. Para House lo primero es la enfermedad y lo último, el paciente.
Sin embargo, House seduce a un amplio auditorio, y lo hace porque sabe del inconsciente, de la existencia del sujeto y del goce. Seduce porque, sabiendo todo eso, consigue hacer creer, por un tiempo, que podemos prescindir de ello sin consecuencias. Seduce porque es capaz de mantenerse a distancia de los engaños imaginarios y también del fantasma de cada sujeto. Esto nos lo muestra bien la serie: mientras los médicos de su equipo a menudo quedan enredados en su fantasma, es decir, en las creencias con las que acaban de dar forma a su propio dibujo sobre las personas y la vida, House no. Esto le permite ir más allá en su práctica médica, llevar más lejos sus investigaciones, guiado por una visión lúcida, no contaminada por falsas creencias. Ahora bien, es esto mismo lo que lo conduce a lo peor: House es prisionero de un goce devastador. Vive sólo para dos cosas: la primera, perseverar en una práctica de la medicina por completo alejada de la ética del deseo de curar y orientada sólo por el furor curandis con el que intenta mantener alejada la falta, borrar la imposibilidad, y la segunda, sumirse él mismo en el goce de la automedicación. La existencia de House está marcada por el dolor de su pierna y especialmente por el desgarrador dolor de vivir; pero más aún por su obstinada lucha para esquivarlo, adormeciéndolo permanentemente con calmantes. Autoexcluido de la relación con los otros, House es un ser que tanto nos seduce con sus diagnósticos brillantes y su aparente libertad de vida, como nos perturba con su patética existencia.