Publicamos el siguiente post como testimonio personal de un médico en una unidad de cuidados intensivos. El autor transita la frontera de las subjetividades y nos aporta sus reflexiones.
El efecto analgésico de la palabra
Mercedes, a sus 80 años, cursaba su tercer infarto. Diabética, hipertensa, algo obesa, ya era una veterana en estas batallas. Triunfante de este último evento, ahora salía  victoriosa del cateterismo.  Encantadora por donde la miren, esta señora no paraba de hablar y de advertirnos que lo que le íbamos a hacer le dolería mucho.
El cateterismo consiste en colocar un introductor, en este caso en la arteria femoral, para realizar una práctica diagnóstica o terapéutica no exenta de riesgos. Riesgos que en general se justifican, ya que se trata de cuadros graves. El retirar este introductor es a veces doloroso y siempre un momento de especiales cuidados.
La paciente llegó a la UCI alrededor de las 6 de la tarde y a las 8 tocaba retirar el introductor. Es una tarea que lleva a cabo un enfermero entrenado, es muy importante hacerlo bien para evitar hemorragias, ya que durante los primeros minutos podría pasar que la arteria sangre y ponga en riesgo la vida, o por lo menos haga pasar un mal trago a todos: enfermo y equipo médico durante un buen rato. El enfermero quite progresivamente el catéter mientras comprime con fuerza, presiona en la zona de la punción unos 30 minutos, hasta que está seguro que no hay sangrado. La mayoría de las veces esta rutina se cumple sin dificultades y a otra cosa.
Mercedes ya había avisado, y sólo comenzar a quitar adhesivos dijo que tenía mucho dolor, por lo que la enfermera solicitó la presencia del médico, sobre todo porque pacientes así tienen más posibilidades de complicaciones. Se juega un poco con medicación que controle rápidamente la tensión, optimizar la analgesia y extremar la vigilancia y se continúa con el procedimiento. En general no es especialmente doloroso, o por lo menos la mayoría no lo manifiestan.
La escena: paciente, médico, enfermera, auxiliar y todos los que entraban y salían de la habitación, fue polarizada por Mercedes, que intentaba disculparse por demandar tanta atención. Y siguiendo el hilo de lo que ella explicaba nos dejamos llevar por su historia.
Era una mujer acostumbrada al rigor de vida y pretendía dejar claro que no se quejaba por cosas menores y precisamente eso, que le hacíamos, le dolía. Nos contó de su niñez en Barcelona. Mientras caían bombas sobre su casa perdió a su madre, su padre estaba en algún lugar de la guerra y no se contaba con él. Con su hermana, un poco mayor, tuvieron que marchar a Valencia donde unas tías ya ancianas las cuidaron mientras pudieron. Y así transcurrió su infancia entre dolores y duelos. Se acabó la guerra y su padre ya no pudo regresar desde Francia. La adolescencia: breve. Y regreso a Barcelona, para servir en casa de unos señores de buena posición.  Trabajo, comida, techo, y unos patrones tolerantes que le permitieron que en rigurosos y escuetos horarios la visitara el que sería su compañero de vida. Trabajaría en esa casa hasta su casamiento y luego seguiría trabajando en distintas casas, mientras llegaban  hijos y se espaciaban pérdidas, los mejores años. Volvió su padre de Francia, pero dos desconocidos con pocas cosas en común no tuvieron el reencuentro soñado. Y la distancia quedó sellada entre ellos hasta la muerte del anciano. Mucho trabajo y la pareja tuvo su propia casa, quizás el logro material que ostentaba Mercedes con más orgullo. La casa del resto de la vida, la misma en la que comenzaron los tres infartos de los últimos años. El espacio donde quería regresar lo antes posible. Los años trajeron nuevas pérdidas y se fue su esposo, llegó la diabetes y nos siguió emocionando con su historia mientras hacíamos nuestro trabajo. Nadie pudo escapar a la emoción en aquella media hora mágica donde esa mujer nos explicó porqué su dolor en la ingle era cierto. No se quejaba por capricho, ella sabía de dolores y sabía de sufrimientos. Es raro generar el clima que consiguió Mercedes esa tarde en un lugar donde la imparcialidad y la objetividad intentan imperar. Todos nos despedimos agradecidos cuando la trasladaron a una sala común, nos había emocionado y pero también reconfortado. Nos sentíamos bien, algo extrañados de las sensaciones, pero bien. Embebió todo aquello de una humanidad casi rara, agradable. La vida y la palabra se instalaron en esa habitación, por un pequeño espacio de tiempo, mientras hacíamos lo mismo que tantas veces hacemos bajo la pretendida dictadura de la imparcialidad.
No podría asegurar si recibió menos analgésicos que otros pacientes, creo que sí. Lo que curiosamente sí es seguro, es que los que estuvimos con ella sentimos menos necesidad de dárselos.
Juan Sánchez Olivares
Médico internista e intensivista