por Javier Peteiro
Doctor en Medicina y Jefe de sección de Bioquímica en el CHUAC
Nos comenta el siguiente párrafo:
“Gorgias hizo de la persuasión fundamento de su vida profesional y eje de su propio pensamiento. Otorga un gran valor a la palabra: “es un poderoso soberano, porque con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible ejecuta las obras más divinas. Tiene, en efecto, el poder de quitar el miedo, remover el dolor, infundir la alegría y aumentar la compasión” (pg.91) Compara el uso de la palabra a la acción de los medicamentos. La palabra persuasiva es phármakon en su doble acepción, medicamento y veneno, según la intención con la que se emplee”.
Lierni Irizar, “Banalizaciones contemporáneas: Lenguaje, sufrimiento, enfermedad y muerte”, pg.78.
Gorgias es subrayado como un buen referente por Lierni al mencionar ese valor otorgado a la palabra. Es curioso, pero, en cierto modo, el problema de la consciencia en sentido fuerte, y no menos la situación en que lo inconsciente nos determina, no tienen tanto que ver con la manida cuestión de los «qualia», sino con el efecto, bueno o malo, de la palabra.
Es una particular, única, vibración sonora, la que cada uno emite, la que une alma y cuerpo, la que puede facilitar o no la propia salud de lo que parece más material en nuestro contexto neomecanicista, el cuerpo. Palabra farmacológica, terapéutica.
No somos, por ello, un mero aglomerado molecular. Somos humanos porque hablamos y porque nos hablan.
Palabras que determinan ahora, palabras que, aparentemente olvidadas, persisten, influyendo en el presente y en el futuro, en toda nuestra vida, quizá incluso para y en la propia muerte.
Precisamente es tal el valor de la palabra que hasta resalta en su ausencia, en el silencio, del que habría dos grandes tipos.
Uno, es el de la buena compañía, que puede decir sin hablar, estando. Alguien acompaña a un demente, alguien asiste a un parapléjico. Otro calla pero está ahí, a disposición. Un buen ejemplo, y terapéutico, de ese silencio, es el que implica el psicoanálisis, en el que uno se dice gracias al receptivo, atento, silencio del analista. Palabras internalizadas, identificaciones que caen, sueños irreales por irrealizables… Silencios que realzan lo que es significante para alguien, lo que le permitirá afrontar la vida y su misterio, lo real, sabiendo que nunca será sabido, que la incompletud es nuestra hermana y sustancia.
«Di una sola palabra»… No fue una petición pequeña la de aquel centurión. Es la gran demanda salvífica. No será dicha por la ciencia, tampoco por la creencia. Sólo será sugerida a quien tenga oídos para oír.
Otro silencio, bien distinto, es el de la gran ausencia que supone la soledad. Se dice que los amigos reales se ven en las circunstancias, entendiendo por ellas las malas, pero, en realidad, la ausencia de amigos se percibe más bien cuando una alegría no puede comunicarse. No extraña que tantos busquen tantos «like» en Facebook, esa pobre suplencia de la palabra que no se oye.
Incluso en una perspectiva religiosa, la palabra encarnada, el Logos solo, no diría nada sin el gran silencio que haga a alguien receptivo al misterio y su belleza. La Historia no supera jamás narrativamente al Mito en su importancia vital.
Palabra y silencio se complementan raramente y, a la vez, necesariamente. El exceso de silencio puede ser tan lesivo como el parloteo incesante.
El libro de los Reyes habla de la palabra divina como de un suave susurro. Quizá no quepa mejor imagen de la palabra vital, el susurro, eso que sopla y anima, eso que alimenta el alma.