por Elena Serrano Ferrández*

En este presente continuo en el que una a veces tiene la sensación de no encontrar tiempos ni espacios para construir un relato, individual y colectivo, sobre lo que (nos) ha ocurrido, también hay una reflexión ausente sobre los cambios que todo ello está implicando y que se están estableciendo y normalizando. Una reflexión que debería incluir no sólo el qué y el cómo sino también el porqué, para qué y para quién.

Tres meses han transcurrido desde que, de repente, se vió transformada nuestra forma de atender a las personas. Antes el encuentro presencial, en la consulta o en su domicilio, era lo que sostenía la gran mayoría de las relaciones, complementándose con la posibilidad de la consulta telefónica y por correo-e para determinadas situaciones dentro de esa relación clínica. La priorización de la consulta telefónica ante la llegada (in)esperada de la pandemia por COVID y una atención presencial dividida en motivos de consulta sugestivos de infección COVID y no COVID, nos centró durante muchas semanas en la urgencia y, probablemente también, en la priorización de lo biológico y con algunas dificultades según el contexto para poder seguir ofreciendo longitudinalidad (aún siendo telefónica).

Transcurrido estos meses y esa urgencia pandémica, hay ciertas planificaciones que aún se sustentan de estas premisas de lo telefónico, del filtro por parte del profesional para decidir qué se visita de forma presencial y qué no. Probablemente este tipo de organización ya se encontraba en proceso de maduración y ahora encontró un escenario en el que establecerse y llegó, parece, para quedarse.

Encuentro en las letras de Le Guin [1] una de esas premisas necesarias entre las que podrían situarse los interrogantes de una priorización telefónica:

“En la mayoría de los casos en que las personas reales hablan unas con otras, la comunicación humana no puede reducirse a información . El mensaje solo relaciona al hablante y al oyente; es esa relación. El medio en el que se introduce el mensaje es sumamente complejo, infinitamente más complejo que un código: es un lenguaje, una función de una sociedad, la cultura en la que el lenguaje, el hablante y el oyente están insertos. (…) El teléfono hizo que las conversaciones directas a distancia fueran posibles; en las cartas escritas, existe un intervalo entre los mensajes; en el correo electrónico permite tanto el intervalo como el intercambio inmediato. (…) Palabra escrita, impresa, habla grabada, filmada, teléfono, correo electrónico: cada uno de esos medios vincula a las personas, pero no las vincula en un sentido físico, y las comunidades que crean, cualesquiera que sean, son en esencia comunidades mentales. Es maravilloso poder comunicarnos con la gente viva que se halla en la distancia y oír su voz. Pero no solo las mentes se unen; la comunidad viviente creada por lenguaje compete a los cuerpos humanos vivos . Necesitamos hablar juntos, estando el hablante y el oyente aquí y ahora. Lo sabemos. Lo sentimos. Cuando eso no ocurre, sentimos la ausencia. El habla nos conecta de una manera directa y vital porque ante todo es un proyecto físico, no corporal. No mental ni espiritual, acabe donde acabe. (…) La interpretación oral es una poderosa fuerza de cohesión, que mientras ocurre vincula a la gente de manera física y psíquica. (…) Una historia se narra una y otra vez, y sin embargo cada narración es un nuevo acontecimiento. Y el silencio desempeña un papel enorme y activo. Sin silencio, pausas ni descansos, no hay ritmo“

Lo presencial crea vínculo y podría evitar de alguna manera que el intercambio se reduzca a la información necesaria en la toma de decisiones, porque no sólo entra en juego la voz intercambiada sino también el cuerpo. La justicia epistémica [2] adquiere un valor en el encuentro presencial en la medida en que “la que la “oyente virtuosa” puede contribuir de forma efectiva a crear un clima más inclusivo mediante el adecuado diálogo con la persona hablante, escucha proactiva y atenta que se requiere para que se produzcan intercambios comunicativos”. Requiere además escuchar lo que se dice y lo que no se dice. Y señala también que la mayor dificultad es que “la oyente virtuosa” está constreñida por su propia identidad social frente a la de la/del hablante.

Si convertimos la consulta telefónica, la videollamada y el correo electrónico como el pilar de la atención clínica, nos deberíamos preguntar si con ello se conseguirá aumentar la brecha de la injusticia epistémica [2] : ésta que anula a pacientes su capacidad para transmitir conocimiento y dar sentido a sus experiencias con la enfermedad y que conlleva a una incapacidad del colectivo sanitario para comprender la experiencia social del enfermar de nuestros pacientes. Y si además la decisión de pasar de lo telefónico a lo presencial se otorga unilateralmente al o a la profesional y es quien decide si la narración es suficientemente importante para dar acceso al/la “autoridad profesional” el abuso de poder profesional puede estar servido.

La consulta telefónica en exceso puede plantear el riesgo de que nos centremos en lo biológico que es lo que hay que explorar, en que no haya atención al malestar porque «no es importante» y porque si no hay vínculo previo es dudoso o ¿difícil? que surja en una ¿atención telefónica?, porque en ocasiones el malestar emocional y las consultas sagradas entran en la consulta a través de «síntomas somáticos» o narrativas colaterales y luego está en la posibilidad de ir deshilando la madeja por ambas personas…

*Elena Serrano Fernández es Médica de familia en el equipo de atención primaria de Encants en Barcelona. Participante por tercer año en el Taller de la Palabra en Medicina de la SCB. Barcelona

Bibliografía:

1.- Le Guin, Ursula K. Contar es escuchar. Sobre la escritura, la lectura, la imaginación. Madrid: Círculo de tiza, 2018

2.- Fricker Miranda. Injusticia epistémica. Barcelona. Herder Editorial. 2017.