Red Psicoanálisis y Medicina:
Leemos en una publicación sanitaria acerca de la agresión a un médico: “No obstante, el médico ha seguido trabajando en el consultorio. Sánchez lamentó este tipo de situaciones que generan «desconfianza» e «incertidumbre» a los profesionales sanitarios y demandó que se les considere como «una autoridad pública» para frenar las agresiones”*.
El médico constata la pérdida de autoridad cotidianamente y reclama a la ley ser elevado a la condición de autoridad pública pensando que podrá limitar las agresiones ¿Es sólo la ley quien debe dar respuesta? ¿Qué reflexiones le suscita esta demanda de los médicos?
* Fuente: http://www.diariosur.es/interior/201606/10/medico-denuncia-agresion-familiar-20160610010825-v.html
Javier Hernández García[1]:
Como suele decirse cuando se trata de responder a una pregunta difícil agradezco que se me haya formulado. Si bien adelanto las enormes dificultades para hacerlo en el espacio breve concedido.
Ya en 2009 la Organización Médica Colegial decidió constituir un observatorio que permitiera mesurar y visibilizar un fenómeno novedoso pero creciente: la violencia contra el personal sanitario, en especial contra médicos en el desempeño de su labor asistencial. Fenómeno que ha sufrido un incremento sostenido en estos últimos seis años, arrojando en 2015 la cifra, negra, de 361 agresiones registradas contra profesionales de la medicina.
El dato sugiere dos preguntas básicas: una, qué factores pueden explicar este fenómeno criminógeno y, otra, cómo puede reaccionar el Estado para prevenirlo, reducirlo y, en su caso, reprimirlo.
Con relación a la primera, no cabe duda que esa cifra si bien, desde luego, no permite por su dimensión cuantitativa afirmar que la relación asistencial se haya convertido en una actividad de riesgo para los profesionales -más allá de las fuentes ya sabidas de responsabilidad- sí adquiere una particular relevancia cualitativa y simbólica para explicar la profunda transformación, paradigmática me atrevería a añadir, de la relación asistencial entre el médico y el paciente. Y que participa de forma muy intensa de la mutación del concepto, y de la concepción, de autoridad en las sociedades democráticas avanzadas.
Frente al modelo racional-formal basado en una concepción conformista y unificada de la autoridad que deriva de un orden de jerarquía autorreferencial y autolegitimado por la propia ley, la evolución de los sistemas democráticos reclama, como fundamento de legitimidad en el ejercicio de las potestades públicas, el reconocimiento. Debe trazarse, en los términos apuntados por Axel Honneth, una mutua relación aceptada entre quien ejerce la autoridad y el ciudadano. Un nuevo modelo racional-negociado. La autoridad, como afirma François Dubet, debe pasar la prueba de una justificación continua de sus pretensiones y de justificación delante de sus destinatarios.
Respecto a la relación sanitaria la transformación resulta particularmente clara. Se ha pasado de una estructura vertical, de invisibilización del paciente, de su voluntad, a un modelo fuertemente sometido a reglas de eficacia, de responsabilización y de prestación juridificables y exigibles, por tanto, ante los tribunales. La autoridad del médico no es un prius a la propia relación sanitaria que se entabla y que permanece inmutable sea cual sea el desarrollo y el desenlace de la misma sino que en la mayoría de las ocasiones es el resultado de un pacto, a veces muy laborioso, de reconocimiento. Los facultativos se han visto desprovistos del escudo de la autoridad tradicional enfrentándose con indisimulada sorpresa a las inclemencias de un modelo de interacción, cooperativo, que obliga a dar explicaciones y justificaciones hasta hace no muchos años inimaginables sobre el por qué o el porqué no de las opciones terapéuticas y asistenciales.
Es obvio que la violencia es una pesadilla, una deriva arbitraria e injustificable de este nuevo paradigma relacional que no sirve para definirlo pero no cabe negar que aparece, precisamente, cuando el anterior, el de la autoridad tradicional, se debilita hasta el punto de extinguirse.
Si ello es así, qué respuestas cabe dar a las preguntas formuladas: ¿La ley puede ayudar, en concreto la ley penal, a recuperar los mecanismos autoritativos tradicionales que funcionaron, protegiendo, tan eficazmente y durante tanto tiempo? ¿Resulta suficiente que la ley atribuya la condición de autoridad a los facultativos para reducir el fenómeno de la violencia que les acecha?
No soy muy optimista. La confianza en la norma penal como instrumento de transformación social no debería ser nunca excesiva. La fascinación por la norma penal de la que participan crecientes sectores sociales, de la mano de los mass media, con independencia del perfil ideológico, resulta preocupante. En lo que tiene, primero, de desconocimiento del sentido y de la función de la norma penal y, segundo, de desatención sobre las costosas políticas públicas que verdaderamente pueden obtener objetivos de reforma para alcanzar mayores y mejores tasas de justicia distributiva e igualdad.
La atribución formal de la condición de autoridad a los y a las facultativos en el desarrollo de la relación asistencial resulta, sobre todo, un instrumento legítimo político-criminal para articular, endureciéndola, la respuesta penal ante un fenómeno delictual que no solo se proyecta sobre el concreto profesional afectado sino también sobre la calidad del sistema sanitario en su conjunto – estímulo de estrategias corporativas de autoprotección; medicina defensiva; formalización, distancia, de la relación entre el paciente, su entorno personal y el profesional de la medicina que le asiste etc. -.
Instrumento de política criminal que ya fue reclamado por la Fiscalía General del Estado en su circular de 1/2008 y que ha sido finalmente activado por el legislador de 2015 mediante la Ley Orgánica 1/2015 de reforma del Código Penal, al incluir expresamente a los funcionarios sanitarios en el ámbito de los sujetos pasivos protegidos por el delito de atentado del artículo 550 CP -por tanto, aquellos que presten asistencia sanitaria en el ámbito de la activad prestacional de la administración y hayan sido habilitados para ello por alguna de las fórmulas previstas para el sector público, lo que deja fuera a los profesionales que prestan sus servicios en el sector privado o concertado-.
Pero dicha supraprotección penal, sin perjuicio de los muy difusos y difícilmente cuantificables rendimientos evitativos o preventivos generales que pueda provocar, no resuelve la cuestión de fondo: la reconstrucción del sentido de la autoridad.
La previsión de penas severas puede servir para hacer patente que el bien jurídico que se protege es socialmente relevante. Que con la agresión a un facultativo no solo se lesiona su derecho a la integridad física sino también se pone en riesgo la eficacia del sistema público de salud. También, tal vez, para desalentar conductas agresivas futuras. Pero no sirve por sí, y solo, para atribuir el sentido formal-relacional de la autoridad.
La lucha contra la violencia, entendida esta como fenómeno injustificable y marginal de reacción ante lo que de manera deformada se percibe por el agresor, en muchos casos, como denegación de prestación o limitaciones inequitativas de acceso al sistema de salud, reclama políticas públicas de información y de trasparencia que excluyan todo riesgo de discriminación o de representación de la misma. Pero, además, y sobre todo, los facultativos no pueden renunciar a una gestión nueva de la relación asistencial. Desde el mutuo reconocimiento, desde el respeto al derecho fuente a la igual consideración y respeto, desde la mayor información acompañada del máximo esfuerzo, incluso, en ocasiones, de competencia lingüística para que sea entendida por su destinatario.
Solo la autoridad reconocida puede, en estos tiempos postlíquidos, servir de eficaz protección contra la violencia, muchas veces, consecuencia de la ignorancia y de las falsas representaciones.
En todo caso, de lo que sí estoy seguro es que pocos profesionales como los de la salud están en mejor posición, por su función y su preparación, para ser reconocidos, tenidos y respetados como autoridad en una sociedad compleja en la que aquella ya no es un valor presumido.
[1] Javier Hernández García es Magistrado. Presidente de la Audiencia Provincial de Tarragona. Ex miembro del Comité de Bioética de Catalunya.