Imagen: Una torre de marfil, como símbolo de María, en una "Anunciación de La caza del unicornio" (ca. 1500) de un libro de horas de Holanda. Para la compleja iconografía, ver Hortus Conclusus
por Kepa Torrealdai*
Entre 1918 y 1919 los enfermos se hacinaron en barracones improvisados mientras los muertos se amontonaban en morgues y cementerios. Fallecieron más de 50 millones de personas en esos dos años. No se conocía el virus, tampoco había vacuna.
No fue hasta 1945 que pudo desarrollarse una vacuna eficaz, pero los investigadores concluyeron que los cambios estacionales en la composición del virus, debilitaban el efectivo de la misma. Se dieron cuenta de que había dos tipos principales de virus de influenza (A y B) y múltiples cepas nuevas diferentes cada año. Debido a esto, se tiene que modificar la vacuna todos los años.
100 años más tarde nos encontramos en una situación pandémica nuevamente. Con todos los adelantos que albergamos, han fallecido más de 5 millones de personas a nivel mundial, tenemos 600.000 nuevos casos cada 7 días y más de 7000 muertos cada semana. Pareciera que el avance tecno-científico nos hubiera dado una especie de ilusión de invulnerabilidad. Cuando sucedió la emergencia del virus en China y comenzó el avance de la enfermedad a otros países, no hubo una reacción de los sistemas de emergencia de casi ninguna nación que pudiera acotar el riesgo de manera adecuada. Había un punto de increencia: “esto no está sucediendo” o “esto no va a llegar hasta nuestras casas”. Europa, Estados Unidos, todos recibimos el azote del tsunami que supuso la primera ola. En una especie de momento de perplejidad, el mar COVID lo inundó todo. No estábamos preparados. Los estados no pudieron asimilar lo que se avecinaba. No hubo capacidad de interiorización. Quizá faltó, como se dice en psicoanálisis, el tiempo de comprender. Pero además de este tiempo, creo que también falló el instante de ver. No vimos lo que venía. No se trata solamente que el tiempo de comprender esté colapsado. A veces hace falta también que el instante de ver funcione. Que de algún modo nos lo creamos.
Esta cuestión de la creencia es un tema delicado. A veces existen fallas en la creencia, en lo que uno cree, en lo que uno admite, da por bueno, por real. Todos tenemos una variabilidad en esta función lógica. Existe un término alemán que Freud acuñó, «unglauben». Justamente quiere decir increencia, incredulidad, descreencia… La cuestión es que esta “unglauben” no camina sola, sino que suele hacer par con otro término que podríamos definir como certeza. Es decir, la certeza y la increencia, suelen venir de la mano. No me creo esto, pero soy depositario del saber inquebrantable sobre el origen y soluciones del problema.
Entonces 3 tiempos, un primer tiempo de desamparo en el que uno vive en total desvalimiento un acontecimiento traumático. Un segundo tiempo de increencia de lo que sucede y un tercer tiempo que nace de ese vacío del que brota la certeza.
Podría ser: tiempo 1: desvalimiento; tiempo 2: no me lo creo, la pandemia no existe; tiempo 3: tenemos la solución (el hipoclorito u otras soluciones locas).
Es decir, tiempo 1: la ciencia no puede con todo, los vacunados también ingresan y mueren; tiempo 2: todo es un engaño; tiempo 3: tengo la solución…
Así funcionamos ante la falla. Ante eso que no funciona como nos gustaría. Desvalimiento, increencia y certeza.
La cuestión es que nos lo creamos o no Omicrón, la nueva variante, está a las puertas de nuestra torre de marfil. Está tocando la puerta insistentemente. Nos quiere despertar. La cuestión es, si seguiremos soñando con unicornios azules…
*Kepa Torrealdai es médico de familia y socio de la sede de Bilbao, Comunidad del País Vasco de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis